La privación de libertad supone la intervención más radical que el Estado ejerce sobre el ciudadano como sujeto de derechos y como persona individual, se trata de mantener una represión directa y continuada sobre lo presos preventivos y los condenados. España es el tercer país del mundo occidental con el porcentaje más alto de mujeres encarceladas, sólo por detrás de Estados Unidos y de Rusia, tenemos ya 6.166 reclusas, casi 25 por cada cien mil mujeres, mientras que el cuarto país en esta clasificación es Lituania, con 14 presas por cada cien mil mujeres.
A partir de estas dos realidades, cualquier información sobre las cárceles y sus ocupantes (internos/as y trabajadores/as penitenciarios) debería superar la casuística individual, para permitir acercarnos a un hecho social tan complejo como es el encarcelamiento de una mujer. Una interna estará sometida a observación continuada y directa durante las 24 horas del día, los funcionarios a veces deben limitar la intimidad de las personas privadas de libertad, para prevenir conductas contrarias a su propia integridad y a la de los demás, esta labor institucional nunca resulta fácil para ninguno de los implicados. Es tan malo no llegar como pasarse.
La inmensa mayoría de los trabajadores penitenciarios saben hacer su trabajo y, a pesar de las equivocaciones humanas recurrentes, tenemos un conjunto de profesionales que han sabido humanizar la vida cotidiana carcelaria superando las dificultades que suponen la masificación de los Centros, una gestión política demasiado errática y la presión permanente de una opinión pública desinformada. A lo peor, es necesario denunciar la falta de compromiso de la sociedad con las internas, a las que a veces han repudiado incluso hasta sus propias familias.
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