El 23 de junio de 2011 pasará a la Historia de España como un día de vergüenza. Se han dado los primeros pasos de un proceso tutelado por la propia banda terrorista, instalada tácticamente en un «alto el fuego» que pesa sobre la democracia como una espada de Damocles.
Pese a que seis iluminados miembros del Tribunal Constitucional consideraron que las pruebas que ponían a ETA en directa relación con Bildu eran «conductas ajenas» a esta coalición abertzale, los hechos demuestran el error del alto tribunal y la implicación de esta formación en la estrategia política de la organización terrorista.
Para que quedara claro con quién está Bildu, Martín Garitano -nombrado recientemente diputado general de Guipúzcoa y miembro de Bildu- portaba un pin con el número de preso asignado a Arnaldo Otegui, candidato probable de la izquierda proetarra a la presidencia del Gobierno Vasco.
Como explica el diario El Mundo en su editorial y subrayan ABC, La Razón y casi todos los grandes periódicos españoles, el buen resultado electoral y algunas miserias en la política vasca han despejado tanto el camino a Bildu que sus miembros ni siquiera guardan las formas.
La visualización de Bildu como continuadora de ETA-Batasuna no puede ser más transparente y dolorosa. Ni en el más delirante de sus sueños podían los terroristas vascos imaginar que les iba a resultar tan fácil la conquista del poder político.
Sin dejar las armas, sin arrepentirse y sin que medie siquiera una condena explícita de los crímenes producidos en medio siglo de coacción sangrienta.
El triunfo de Bildu valida y da sentido a esa cruel experiencia de administración del dolor ajeno. Guipúzcoa se ha convertido en un parque temático del independentismo radical, un territorio extraestatal en el que los continuadores de ETA podrán ensayar toda clase de desafíos institucionales.
Desde subir los impuestos que les apetezcan a retirar las banderas que no les gusten; desde negociar el cupo fiscal a prohibir el paso en los ayuntamientos a los escoltas que testimonian la persistencia de la amenaza.
Ante tales acontecimientos los etarras tienen hoy derecho a pensar que el matar a casi 1.000 inocentes merecía la pena.
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